jueves, febrero 18, 2010

Enfermedades mortales





No sabía dónde había pasado la noche. Pasó toda la noche sobre una llamarada que cedió ante su fe de parafina con los primeros claros del día. En esa mañana clara de abril, K esperaba temblorosa, con sueño y con un aspecto aterrador de mala noche. K se preocupaba por los sonidos de las cortinas, por los ruidos en el pasillo y por el maldito celular. No sabía que hacer y en su delicadeza de niña empañada por el tiempo y empolvada por la vida, encendió otra vela a su santo, el mismo que hace dos años le había regalado J en el día de su cumpleaños.

Los años junto a él no habían sido los mejores desde que su hijo había muerto ahogado en sangre, incluso antes de tener pulmones.

K esperaba que, con el paso de los años, J le devolviera otra vez esa alegría perdida en el viento, esperaba – de manera ingenua pero maravillosa, según sus ojos- que las noches nunca más sean vacías en sus labios y en su cintura plegada de estrías y cortes auto infringidos; esperaba ver entrar por la vieja puerta a ese J que nunca había dejado de amarla, al mismo chico de diez y ocho años, que no quería irse a clases por estar retozando con ella. K se puso a contemplar la llamarada amarilla y azul de la vela, que poco a poco iba consumiendo la cera que se volatilizaba hasta prenderse en el aire en unas pocas horas.

La puerta seguía cerrada, el pasillo seguía hundido en el silencio opaco de las diez de la mañana.

- Dejar mensaje después de la señal, tiene costo…

El celular seguía apagado, y después de quince mensajes sin respuesta, lo dejó sobre la mesita en la que todavía brillaba una tercera o cuarta, quizás una quinta, pero definitivamente no era una sexta vela.

K ya podía saborear los años que se le empapaban en la lengua cada vez que llamaba a J en voz alta, Ya no era la misma, ya no creía que era la misma, y cada vez que se veía en el espejo, sólo veía un trocito de ella: sus ojos. Siempre había sido los mismos. Cafés oscuros. Rara vez las cosas simples cambian y lo mismo sucedía con sus ojos simples.

Por los rayos de luz, comenzaron a caminar millones de puntitos blancos tambaleantes e inseguros, puntitos que se depositaban uno tras otro sobre los hombros de K; ya no quedaban velas que encender, ya no quedaba hielo en la nevera, ya no quedaba picazón que rascar, ya no quedaba viento que sople sobre las ventanas, ya no quedaba mucho; pero cuando se daba cuenta que menos le quedaba de todo, menos cosas necesitaba.

Decidió llevar su problema a otro lado y sacó a su pena a pasear por las aceras del barrio.

Normalmente, cuando una persona sufre mucho, los problemas se suben por la espalda y terminan encorvando a uno y K tenía tantas penas, que poco a poco, su corazón tocó el suelo junto con su rostro y caminaba contando las lágrimas que quedaban atrapadas entre el cemento y sus ojos simples. Faltaba poco para que sus senos rozaran el suelo y, al igual que sus rodillas, tuvieron que adaptarse a este nuevo y singular paso.

Así pasó largo rato.

Un buen rato.


Tanto llorar los ojos se le fueron secando poco a poco y dejó de hacerlo después de algo así como cinco ciudades y dos meses de recorrido.



Al llegar al otro extremo del país llamó a su madre y esta le compró un boleto de avión para que volviera hasta su casa. El llanto, amigos míos, a veces permite sacar toda mierda que uno lleva encima. Pero no hablo de esa mierda que todos sacamos durante el día, no. Hablo de la mierda que recogemos como cuando nos dan quince bolsas en el supermercado, cuando dos habrían bastado, o como cuando nos regocijamos en los brazos de alguien y este, además del afecto, nos da tanta mierda que no necesitamos. Terminamos llenado de tanta mierda nuestras vidas –ya podrán imaginarse las cantidades de mierda que nos dejan las personas que odiamos- que ya no disfrutamos nada. Ni de una buena cena o un buen paseo en bicicleta. Pero K siempre tuvo eso en mente, sacar la mierda y lo hizo. Para sacar la mierda desde las profundidades uno, no es necesario ser un especialista o visitar al psicólogo o charlar con los amigos o mucho peor leer a Cohelo; lo que uno debe hacer con la mierda es sacarla a pasear y hablarle, conocerla bien y terminar abandonándola en algún rincón que sea de su agrado. A veces los humanos somos tan patéticos que, si sabemos responder correctamente a sus preguntas, los sentimientos que inventamos para dar sentido a nuestro amor terminarían compadeciéndonos.

K ya no llevaba la mierda encima y la mierda estaba tan lejos que ya no tuvo tiempo de alcanzarla para darle un beso y desearle suerte. La mierda la miró de lejos y algo triste, se subió a la espalda de alguien más.

Al llegar K, se desnudó y se metió en la tina durante dos días y dos noches; comió, se depiló, fue a una clínica a que le hicieran el peeling y a que le quitaran toda marca en ella. Después de un par de meses estaba radiante. Tan hermosa como cuando un joven llamado M le dijo que quería casarse con ella.

Pero a pesar de todo todavía sentía lastima por desperdiciar toda esa belleza sin un J con quien descifrarla.

Se miró fijamente en el espejo y buscó a esa mujer que se arrastraba por las calles.

- Amor... –Dijo K- yo sé lo que quieres decir cuando dices amor. Siempre pones esa cara de duda.






Después quitó el espejo, donde ya nunca más quiso reflejarse.











jueves, febrero 04, 2010

La oración del último mercenario



Yo vi nacer la muerte de mi mano

Mi espada jugaba con el final de los hombres

Donde las lágrimas sangrientas

Abatían el silencio

Comprendió que sus sueños se coagularon con el pasar de los años, junto con sus manos, manos incapaces de cuidarlos, manos marchitas dentro de ellos.

El sol se alzaba en una lejanía fría y pálida a través nubes inválidas, no era extraño a sus ojos, como no lo fue la primera vez que vio el cielo palidecer de miedo.

A sus espaldas las sombras de sus enemigos se disolvían entre la niebla que se formaba a su alrededor, abatidas por su boca que besaba el filo del acero.

Sabía que nació con un corazón que no pertenecía a este mundo.

Miraba con odio al horizonte, no sabía ver el horizonte de otra forma, no sabía que en otra parte del mundo le esperan con un nudo en la garganta. La sangre fresca emanaba de las heridas frescas de algunos cadáveres, sangre que poco a poco llegaron a cubrir el suelo donde estaban los pies del mercenario.

El sonido de la lejanía lo abrazaba, su exilio le reclamaba hasta aquel lugar donde los hombres no sonríen ni miran de otra forma el horizonte.

Una voz aguda se rompió en un llanto borroso, este grito le despertó de sus oraciones cuando el sol se había doblegado ante la fragilidad adormecida de la noche. Encontró a esa voz entre la basura y la ira, ira muerta a balas y a puñaladas. Era la voz a una niña desnutrida y moribunda que parecía familiarizada con la muerte y con el hedor de la carne quemada.

El cuerpo de la niña estaba corrupto por la enfermedad y las quemaduras, que habían abrazado su cuerpo devorando completamente el brazo derecho. Sólo quedaba un leve recuerdo de infancia y vida brillando en sus ojos.

Los roncos movimientos y atroces sonidos estancados en su garganta le pedían morir. El mercenario, comenzó nuevamente a rezar:

Yo vi nacer la muerte de mi mano

Mi espada jugaba con el final de los hombres

Donde las lágrimas sangrientas

Abatían el silencio…

Y mientras la niña lloraba, el cuchillo del mercenario sintió un tibio rincón en la profundidad desesperada de carne, calor que sólo se apagó cuando atravesó su corazón hinchado de lágrimas.

Un suave y débil quejido termino por quebrar completamente su vida.

De mi mano bebieron el vino

Pero nadie vio cuando sobre mi espalda

Cabalgaba la muerte

Las voces del tiempo me reclaman

Cuando dios me vea…

Por un momento se vio a si mismo brillar sobre la frente de la niña; su rostro había envejecido, la mirada de padre, de hijo, de hermano, incluso la mirada de ser humano se había desvanecido y en su lugar las arrugas , dejando allí sólo una piedra púrpura que estaba sobre la frente de la niña.

Antes de cerrarle los ojos, vio en ellos a otro hombre, que había jugado a la muerte, mucho antes de que el naciera.

Dejó el cuerpo de la niña tirado sobre el polvo y continuó:

Me dirá que mi hora se acerca

Me dirá que no le pertenezco

Yo besaré el suelo

Y le pediré que los deje dormir para siempre

Donde los ríos brillan en silencio.

Comenzó a llover y llovió el odio del mundo sobre un mercenario, que llevaba una piedra púrpura en la mano.

- Amor –dijo, cuando los ríos brillaban en silencio - suena como tumbas vacías. Yo veo nacer la muerte de mi mano, en una verdad sangrienta.

Sintió como comenzaba a caer sin detenerse, sintió como su rostro daba vueltas por el suelo; pero no pudo sentir cuando el sol jugaba con sus ojos antes de perderlos.










Esa era la única manera de así sentir por primera vez, cómo la muerte nacía en su cuerpo.